Apenas nos habíamos acostumbrado a la vida en las redes sociales, empezaron a publicarse decenas de artículos sobre la libertad de expresión. No eran, sorprendentemente, textos que celebrasen la herramienta que ha proporcionado a la ciudadanía un acceso sin filtros al debate público, sino alarmas sobre el peligro que corría por este motivo ese derecho fundamental. A simple vista podía parecer paradójico.
Los artículos venían firmados, en general, por hombres que se habían dedicado al periodismo de opinión o la literatura durante años y que ahora empezaban a recibir respuestas agresivas a través de la red.Quizás el cambio más radical en la cultura de la comunicación desde la invención de la imprenta ha sido esta capacidad del público para responder.
De la galaxia Gutenberg a la galaxia Zuckerberg se ha producido la disolución del concepto de autoridad intelectual. El máximo exponente es ese célebre tuitero que acusó al papa de no tener «ni puta idea de religión». Cuando este tipo de respuestas se agrupan en enjambres de usuarios y se dirigen de forma masiva contra individuos, ¿podemos decir que la mayor libertad de expresión de la historia de la humanidad provoca un mayor control del pensamiento? ¿Un mayor miedo a decir según qué?
La respuesta es sí, y para desarrollarla publiqué Arden las redes en 2017. Allí acuñé un concepto necesario para diferenciar la censura clásica, siempre vertical de arriba abajo, de esa otra censura vaporosa, posmoderna y ajena a las jerarquías. Llamé «poscensura» a la sensación de peligro de mucha gente ante las destructivas oleadas de susceptibilidad masiva que proliferaban en la red. Desde entonces, los linchamientos virtuales se han vuelto más numerosos, y el peligro que entraña decir ciertas cosas se ha vuelto, por tanto, mayor.
Para entender qué es la poscensura es fundamental separar dos conceptos: la crítica y el linchamiento, que suelen confundirse en los debates sobre libertad de expresión. La crítica es una respuesta argumentada a una opinión o una obra. Está construida para encajar en un debate y trata de hallar y exhibir los puntos débiles del argumento rebatido. Es, por tanto, una herramienta intelectual que surge del individuo y pone en liza elementos racionales.El linchamiento, por el contrario, es una respuesta colectiva, masiva, irracional. No busca rebatir un argumento, sino destruir con falacias y ataques personales la reputación de quien haya expresado una opinión que disgusta a un grupo. Apela a sentimientos colectivos para legitimarse (la ofensa y la indignación son los más socorridos) y tiene una estructura horizontal: el linchamiento no suele ser un movimiento dirigido, aunque esto puede ocurrir.
Salvado el escollo conceptual que provoca tantas confusiones, hay que pensar por qué las redes sociales favorecen el linchamiento y marginan la crítica. Marta Peirano apunta en esta dirección en algunos pasajes de su estupendo libro El enemigo conoce el sistema (Debate, 2019). Peirano utiliza la máxima MacLuhaniana, «el medio es el mensaje», para señalar que las limitaciones de las redes sociales tienen que ver con su arquitectura y con su principal función: recopilar la máxima cantidad de datos de unos usuarios cada vez más enganchados.
Los hallazgos de Peirano aportan una actualización pertinente a lo que expuse en Arden las redes. Las empresas matrices de las redes, desde Facebook a Twitter, pasando por Youtube o Instagram, necesitan que permanezcamos conectados. La polarización política que las redes han traído a las sociedades democráticas tendría, según Peirano, un origen más capitalista que ideológico: para que sigamos conectados necesitamos tener a cada momento un poquito más de tensión. Nuestra ofensa produce dinero y los algoritmos la fomentan.
Desde este punto de vista, que en 2018 y 2019 hayan aumentado los linchamientos digitales y que hayan proliferado otros castigos contra individuos irreverentes, irrespetuosos o simplemente disidentes a una corriente de opinión colectiva, quedaría explicado mirando las gráficas de beneficios de los gigantes digitales. Las explosiones de ofensa colectiva, los señalamientos y los repudios rituales no serían una desviación del sistema, sino una manifestación de que el sistema está funcionando con normalidad.
Pero el hecho de que las redes sociales estén construidas para exacerbar nuestras diferencias y para mantenernos en tensión no implica que debamos quedarnos en ellas: transforman la sociedad y se trascienden a sí mismas. En los últimos años se han producido hechos de entidad y relevancia propias más allá de las redes. El caso de James Damore y los de Kevin Spacey y Woody Allen son paradigmáticos.
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