Por Miguel Jara migueljara.com
Hace apenas una década, el hambre era un fenómeno que creíamos propio de la pobreza estructural, de la economía globalizada tan desigualmente repartida, de los olvidos y negligencias del mercado internacional y del olvido sistemático en los despachos diplomáticos occidentales.
Hoy, sin embargo, la realidad es mucho más cruda y mucho más cercana: Ucrania, Palestina, Sudán, Chad, Nigeria, Haití… y la lista sigue creciendo, como la mancha de sangre y miseria que se extiende por el mapamundi, allí donde la guerra se ceba con los inocentes y con quienes sólo quieren sobrevivir.
Los reportes de trabajadores humanitarios que cada día sostienen la esperanza en la primera línea de estos países dibujan un patrón alarmante y siniestro. El modo de hacer la guerra, el modo de causar daño, está cambiando. Ya no basta con los bombardeos, las armas automáticas ni las minas antipersona.
Ahora, se mata de hambre en un contexto de tecnología, de globalización y de políticas de poder, donde la nutrición de la población civil se transforma en un arma silenciosa y de efectos devastadores.
Y es que, tristemente, en muchos lugares del mundo, hay más víctimas civiles que mueren por privación de alimentos que por acción directa de las balas o explosivos.
El bloqueo alimentario como violación sistemática del derecho internacional
Partamos de una verdad incuestionable e incómoda: el uso de los alimentos como arma y el bloqueo de ayuda humanitaria en cualquier conflicto armado constituye una violación flagrante del derecho internacional.
Pero la impunidad reina mientras las fuerzas armadas diversifican sus métodos, adaptándolos a la crueldad de lo invisible: optar deliberadamente por la escasez de alimentos, restringir el acceso, convertir el sustento básico en moneda de cambio político, o incluso utilizarlo como herramienta de reclutamiento para grupos insurgentes.
Obstrucciones burocráticas, destrucción sistemática de suministros, ataques directos al personal humanitario… La sofisticación en la maldad avanza al ritmo de la tecnología y de la diplomacia abyecta.
No se trata sólo de cerrar fronteras o bloquear convoyes de ayuda. Las trabas administrativas y políticas son cada vez más eficientes y menos reconocibles, lo que dificulta el seguimiento y la denuncia.
El resultado es el éxodo masivo de la población civil, obligada a enfrentarse a rutas migratorias sin garantías, peligrosas y desesperadas hacia países vecinos, donde la acogida nunca está asegurada y la esperanza tiene fecha de caducidad.
Un patrón devastador: hambre, desplazamiento y muerte
Para entender el alcance de este fenómeno, basta con mirar los datos: según la ONU, casi 50 millones de personas viven actualmente en situaciones de emergencia alimentaria derivadas directa o indirectamente de conflictos armados.
El hambre no es una consecuencia accidental de la guerra, sino un vector deliberado diseñado para convertir la supervivencia en una lotería y para degradar a los colectivos más vulnerables, muy especialmente a los menores.
En Sudán, por ejemplo, el conflicto interno ha llevado a más de un millón de personas a vivir bajo el umbral de la desnutrición aguda, mientras los convoyes de ayuda son frenados sin motivos justificados.
En Palestina, el bloqueo sistemático a Gaza se traduce en escasez crónica de alimentos y agua potable, y el riesgo de hambruna se convierte en cotidiano para miles de familias que no tienen otra alternativa que resistir o perecer.
Lo mismo sucede en Ucrania, donde el cerco en las zonas de combate ha obligado a la población civil a depender de las migajas proporcionadas por el gobierno y las organizaciones internacionales, cuando estas consiguen atravesar la burocracia militar.
Haití y Chad, marcados por crisis políticas y bandos armados fragmentados, ven cómo los suministros desaparecen, los precios suben y la comida se convierte en una herramienta de chantaje y control social.
Militarizar el hambre: crueldad barata y eficaz
Como señala Javier Guzmán, director de Justicia Alimentaria, «utilizar la comida como arma de guerra comporta métodos extremadamente crueles y extremadamente baratos para hacer daño a la población civil». Y no le falta razón.
Es mucho más sencillo y rentable, en términos militares, privar a una población de su sustento básico que someterla por la fuerza de las armas. El hambre no necesita balas; sólo necesita indiferencia y complicidad de los poderes internacionales.
Las potencias mundiales y los organismos supranacionales continúan escudándose en las deficiencias de los sistemas de denuncia y persecución de estas violaciones.
Hay una alarmante falta de voluntad política para exigir responsabilidades. Se despliegan comunicados, se firman acuerdos, se difunden condenas a los cuatro vientos… pero en la práctica todo queda atado y bien atado para proteger los intereses de quienes consideran que el hambre puede ser una moneda de cambio perfectamente legítima en los juegos de poder del siglo XXI.
El alimento como arma política, económica y militar
La instrumentalización de la comida adquiere distintas formas según las regiones y los intereses en juego. No sólo estamos asistiendo a bloqueos que impiden la llegada de ayuda humanitaria, sino también a estrategias directas como la destrucción de almacenes, la confiscación de los cultivos y la restricción del acceso a mercados locales.
En Nigeria, los grupos insurgentes han hecho de la comida un instrumento de reclutamiento y castigo: si colaboras, comes; si resistes, no sobrevives. En el Chad, los desplazamientos forzados de comunidades enteras son acompañados por una sistemática privación alimentaria, que debilita su capacidad de resistencia y les obliga a aceptar condiciones degradantes impuestas por los militares y las élites económicas colaboradoras.
En Ucrania, los bombardeos sobre infraestructuras agrarias han sido denunciados como parte de una estrategia para debilitar la capacidad de sustento y resistencia civil, forzando el éxodo y la dependencia de los corredores humanitarios controlados por militares.
Palestina, ejemplo paradigmático, vive bajo la amenaza constante de la inanición programada, con una Franja de Gaza cercada, sin posibilidad de entrada ni de salida, donde los niños son condenados a morir de hambre por la obstinación de los intereses geopolíticos.
El sabor amargo del dátil: boicot alimentario en defensa de la justicia internacional
No se puede hablar de la militarización del hambre sin poner sobre la mesa la responsabilidad de los consumidores y la fuerza del boicot organizado. Justicia Alimentaria lo ha dejado claro en su informe sobre el sabor amargo del dátil israelí.
A través de la campaña de recogida de firmas, se ha puesto de manifiesto que lo que elegimos no comer, en defensa de la justicia internacional, nos representa incluso más que lo que comemos.
Comprar dátiles de Israel en un contexto de bloqueo y genocidio en Gaza equivale a fortalecer económicamente a un actor principal en la perpetuación del sufrimiento. Elegir no consumir esos productos, como forma de solidaridad activa, es más que un gesto simbólico: es una declaración política y ética que cuestiona el fondo mismo del negocio alimentario global.
En estos momentos, el genocidio del pueblo gazatí se retransmite en directo por los medios internacionales, pero las decisiones sobre el consumo siguen siendo individuales y poco informadas. Es urgente dotar a los ciudadanos de recursos y apoyos para que comprendan el alcance de sus elecciones alimentarias.
Un llamamiento urgente emerge de la situación actual: los gobiernos y la comunidad internacional no pueden seguir empleando la barbarie de militarizar el hambre sin afrontar consecuencias.
La seguridad alimentaria debe ser, además de una cuestión ética y humanitaria, una prioridad geopolítica. Si no se exigen responsabilidades, si no se articulan mecanismos de seguimiento y sanción efectivos, la lógica del hambre como arma de guerra seguirá extendiéndose y perfeccionándose.
Es imperativo que los líderes militares y diplomáticos analicen el escenario de crisis alimentaria como una cuestión que influye en todos los asuntos internacionales. Los daños no son sólo humanos, también estructurales: el debilitamiento de regiones enteras, el éxodo forzado, el colapso de sistemas agrícolas y el empoderamiento de actores violentos y corruptos. Los costes en vidas humanas, en estabilidad regional y en futuro colectivo son incalculables.
Pero ningún organismo tendrá legitimidad para exigir cambios si no aborda la raíz del problema: la conexión entre política alimentaria, conflicto armado y el negocio global de los suministros.
Para ello, es necesario romper la impunidad y garantizar que los alimentos lleguen a quien los necesita, aunque para ello haya que desafiar las reglas del comercio internacional o los intereses de las grandes corporaciones del sector.
Solidaridad, conciencia y cambio: deberes pendientes
¿Y nosotros, como sociedad civil, como individuos comprometidos con la justicia y la dignidad humana? El reto es enorme, pero la respuesta debe ser proporcional.
La solidaridad pasa por el boicot consciente a los productos ligados a situaciones de injusticia, por la movilización ciudadana para exigir responsabilidades a nuestros gobiernos, por la denuncia activa de las situaciones de hambre estructurada y de bloqueo sistemático de la ayuda humanitaria.
No podemos aceptar que el hambre sea un arma de guerra y una herramienta de presión política. Este abuso requiere la máxima condena y el mayor compromiso colectivo. La lucha por la justicia alimentaria no es sólo una cuestión de caridad, sino una batalla ética, política y de sentido común.


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