El Nuevo Orden Mundial y cómo ha podido instaurarse

Por reflexiones de un galeno

Cada vez parece más claro que el coronavirus y sus consecuencias van a suponer un cambio social radical, un cambio de época dicen algunos, un cambio de paradigma los más finos. Una de las consecuencias más directas es el deterioro de la sociabilidad que, a largo plazo, tendrá importantes consecuencias también sobre la solidaridad y la confianza social. En un artículo que escribí a los pocos días de declararse el estado de emergencia y el confinamiento obligatorio en España abordo esta importante y emergente cuestión (*).

El deterioro del espacio social debido a su vaciamiento y a la distancia social prescrita, la ruptura de rituales sociales básicos, o la desconfianza mutua generalizada son algunas de estas consecuencias negativas para la vida social.

Otra consecuencia parece ser el aumento del autoritarismo en sus diversas formas, sus diversos niveles y sus diversas manifestaciones.

El poder excepcional concedido a los gobiernos para “luchar” contra la pandemia, la restricción de las libertadas asumida sin apenas rechistar por las sociedades (confinamiento, geolocalización, formas incipientes y sutiles de censura gubernamental…), o las medidas punitivas a los discrepantes o heterodoxos son algunas de las estas consecuencias autoritarias que se comienzan a manifestar y que se perfilan como perdurables en el futuro.

Hay una tercera consecuencia que es quizás menos clara o más difusa pero no por ello menos grave y preocupante. Me refiero a la vulnerabilidad personal y la fragilidad estructural que va a caracterizar a nuestras sociedades en el futuro. Sin duda esta experiencia de vulnerabilidad personal está relacionada directamente con la sumisión al poder, ya que nos sitúa en una posición de indefensión ineludible y de necesidad de salvación.

Desde que fuera formulado a mediados de los años 80 por Ulrich Beck, el concepto de sociedad del riesgo hace referencia a una sociedad presidida por la incertidumbre: la seguridad pasaba a ser relativa, pero el riesgo era controlable, gestionable, hasta cierto punto predecible.

Desde hace décadas nuestras sociedades experimentan un aumento paulatino de la inseguridad y el riesgo. El 11S o el crack económico del 2008 nos comenzaba a situar en otro escenario mucho más desasosegante. No se trataba ya de un riesgo gestionable, predecible hasta cierto punto, sino de acontecimientos que desbordan el sistema, que lo ponen contra las cuerdas. No es sólo que aumente nuestra sensación de inseguridad generalizada y con ella la desconfianza recíproca. Además, es que se cuestiona de raíz nuestra capacidad de control. Ya no se trata de riesgos controlables sino de acontecimientos intempestivos e impredecibles ante los que nos encontramos indefensos.

Formas autoritarias

En una situación como esta, la sociedad se debilita y el poder tiende a ocupar sus espacios bajo formas autoritarias con la promesa de salvarnos. La pandemia del coronavirus supone, en este sentido, una vuelta de tuerca más en esta tendencia peligrosa a la disolución social y al poder descontrolado. Y parece ser un ahondamiento especialmente grave y peligroso. Y lo es porque es especialmente incontestable y especialmente ineludible.

La sumisión absoluta, la supresión de toda posibilidad de discrepancia o disidencia en pos de la recuperación de la seguridad perdida, vienen en este caso de la mano de la medicina y de la ciencia en un sentido más amplio.

Sería una forma del poder pastoral que definió Michel Foucault, primero ejercida por la Iglesia en solitario, después en colaboración con el Estado y ahora por el Estado en colaboración con la medicina y otras ciencias. Una forma de poder pastoral de nuevo cuño, potenciada, sofisticada y adaptada a las circunstancias actuales. Un poder que nos exige obediencia absoluta, rebaño, para salvarnos, que nos impone penitencias por nuestros “pecados” y que nos castiga si nos rebelamos con la expulsión del rebaño como heterodoxos.

Para salvarnos debemos ser obedientes, pero no como una medida transitoria, sino como un mecanismo permanente: una vez salvados la obediencia debida y la disciplina se quedará instalada en nuestra sociedad como un precepto imperceptible bajo la forma de la amenaza difusa de una “recaída” o de un nuevo peligro impredecible e indescifrable. En definitiva, una forma de poder pastoral especialmente efectiva y especialmente inquietante.

La sociedad líquida que teorizó Zygmunt Bauman parece que ha sido muy efímera: una sociedad en la que la disolución de las seguridades sociales venía acompañada y compensada por el aumento de las oportunidades y las movilidades. Esta sociedad líquida se muestra ahora extremadamente frágil. Más que líquida y adaptable, la sociedad futura parece de cristal, quebradiza, sometida a la constante amenaza de una rotura más o menos incontrolable.

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