Obsolescencia social programada, los nuevos marginados digitales

Por reflexiones de un galeno

En algún momento, Carmen se descolgó del mundo. O, más bien, el mundo se descolgó de ella. No está muy segura de cuándo pasó. Hasta hace poco, se las arreglaba a las mil maravillas. Era capaz de hacer sus propias gestiones sin problema, y hasta le echaba una mano a sus amigas cuando se enredaban con algún trámite. Pero, de un tiempo a esta parte, todo ha empezado a volverse cada vez más complicado.

Y eso que ella, a sus 78 años, no es manca precisamente. Trabajó media vida en una oficina, hasta la jubilación. Siendo una pipiola, se hizo un curso de taquigrafía cuando aquello era lo más. Todavía la usa de vez en cuando, para la lista de la compra o para anotar alguna cita en el calendario.

Ahí se quedó ella, en la taquigrafía. Pero el mundo siguió girando. Y juraría que lo hace cada vez más deprisa.

Hace una semana fue al ambulatorio para ponerse la tercera dosis. Fue visto y no visto, como las otras veces. Carmen es aprensiva con las agujas, siempre se marea cuando le sacan sangre, pero no sabe qué tiene la vacuna esta que ni la notas. El caso es que, cuando se iba ya, pidió a la chica de recepción algún papel, un justificante, algo.

La chica se rio y levantó mucho las cejas. Que para qué lo quería. Treinta años tendría, ni eso. Le dijo que había que ahorrar papel, que los árboles, los troncos, el planeta.

El justificante estaba en internet, le dijo, dos clics, facilísimo. Pero algo debió de ver en la expresión de Carmen porque añadió: “Ya se lo sacarán sus hijos”. A Carmen no le dio la gana decirle que no tiene hijos. Lleva toda la vida diciéndolo y sintiendo que pide perdón por ello.

Se marchó del ambulatorio pensado a ver cómo se las apañaría para conseguir el papelito dichoso. Está su sobrina, pero le da apuro pedirle sopitas. Ya lo hizo cuando se compró el televisor nuevo y cuando se le borraron todas las fotos del móvil y cuando se le fue el whatsapp. Sabe que a ella no le cuesta nada, pero bastante tiene con el trabajo y con la casa y con las niñas.

Esto le pasó a Carmen el mismo día que oyó en la radio lo de los prospectos. No se enteró muy bien porque estaba haciendo la cena, pero la cosa, a grandes rasgos, es que van a quitar los prospectos de los medicamentos. Los árboles, otra vez. Al parecer, los van a sustituir por no sé qué invento, algo de internet.

Desde siempre, Carmen ha leído los prospectos de los medicamentos que le recetaban. De cabo a rabo, además. Le da un poco de coraje pensar que ahora, que es cuando más pastillas toma, ya no vaya a poder hacerlo. Piensa: tengo que enterarme bien. Piensa: al final voy a tener que llamar a mi sobrina.

No es que sea una sensación nueva, pero, desde ese día, Carmen alberga la sospecha de que el mundo está tirando adelante sin ella. Que el día menos pensado, abrirá los ojos y ya no será capaz ni de hacer la compra, ni de encender la televisión, ni de pedir cita con el médico porque todo será complicadísimo.

Esa idea le agobia muchísimo y la mantiene despierta hasta la una o las dos de la madrugada. Es entonces, por la noche, cuando se pregunta si los viejos siempre habrán sentido eso. Esa inseguridad. Esa fragilidad. Sospecha que sí. Está convencida de ello. La cuestión, piensa ella, es si acaso podría ser de otra manera.

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