Todos vacunados y todos contagiados

Por Fernando del Pino Calvo-Sotelo

Nos prometieron que las vacunas nos protegerían del covid, que la epidemia terminaría y que nos devolverían la normalidad robada. Sin embargo, casi dos años después ninguna de esas promesas se ha cumplido.

  Con un récord de contagios que convierte a la variante ómicron en una epidemia de vacunados (pocos meses después de vacunarse), continuamos con la retahíla de acientíficas restricciones-paripé, test de asintomáticos, disruptivas cuarentenas y una fe ciega en unas vacunas que evidentemente no han respondido a las expectativas.

¿Hasta cuándo continuará el contubernio político-mediático-farmacéutico intentando silenciar la evidencia? Primero nos dijeron que las vacunas impedirían que nos contagiásemos del covid y sólo cuando la evidencia puso de manifiesto que estar vacunado no protegía en absoluto de la infección sintomática ni impedía la transmisión cambiaron de argumento: ahora las vacunas ya no nos protegían de enfermar, sino de hacerlo gravemente y morir.  ¿Así de fácil? ¿Cambiamos el relato y pelillos a la mar?

Un momento. Todo el programa de vacunación masiva e indiscriminada de la población con vacunas en gran medida experimentales, incluyendo a la inmensa mayoría (adultos sanos, jóvenes, adolescentes y niños) para los que el covid es una enfermedad leve, se basaba en la premisa de que la vacuna impedía la transmisión y lograría la ansiada “inmunidad de rebaño” del 70%.  

Si las vacunas no impiden el contagio ni la transmisión, ¿por qué se ha vacunado a toda la población y no sólo a la población de riesgo? ¿Por qué se continúa con el inmoral engaño de vacunar a los niños? Este fiasco vacunal era previsible, como advertí por primera vez en septiembre del 2020. Nunca se había aprobado una vacuna eficaz contra ningún tipo de coronavirus ni se había utilizado la problemática[1] tecnología genética de ARNm en ninguna vacuna. 

Los plazos habituales de aprobación de una vacuna con ensayos clínicos de entre cinco y diez años de duración se habían reducido a dos meses, por lo que cualquier afirmación sobre su eficacia y seguridad pecaba de prematura.  Para más inri, las empresas farmacéuticas eran perfectamente conscientes de todo ello y, preocupadas por la aparición de efectos secundarios adversos “dentro de cuatro años[2]”, habían firmado contratos con cláusulas de indemnidad que les eximían de toda responsabilidad.

Lo ensayos clínicos sobre los que se aprobaron las vacunas vectoriales y las terapias genéticas de ARNm no mencionaban en ningún momento que éstas impidieran la gravedad y muerte, sino el contagio. 

Por lo tanto, han fracasado precisamente en aquello por lo que fueron aprobadas, un ejemplo particularmente punzante de que los ensayos clínicos deben ser siempre tomados con cautela, pues las empresas farmacéuticas que esperan lucrarse por la aprobación del fármaco gozan de una clara asimetría de información frente al regulador y éste está sujeto al permanente conflicto de interés de las puertas giratorias. 

Con buen motivo, expertos como Peter Doshi, editor del British Medical Journal, mostraron las dudas que planteaba la cacareada eficacia del 95%[3], y un grupo de médicos británicos escribía recientemente en el BMJ que la pérdida de eficacia “sugiere que los efectos de las vacunas desaparecen rápidamente y/o que se introdujo algún sesgo o irregularidades en los procedimientos originales de los ensayos[4]”.

Tras pocos meses, y conforme aparecían nuevas variantes, la eficacia de las vacunas empezó a decaer abruptamente, como mostraron numerosos estudios[5]. Antes de ómicron, a finales de octubre, The Lancet Infectious Diseases publicaba que “la eficacia de las vacunas en reducir la transmisión es mínima en el contexto de la variante delta[6]”, y otro macro estudio sueco publicado en The Lancet concluía que las vacunas de Pfizer y Astrazeneca (82% de las dosis administradas en España) no tenían “ninguna eficacia[7]” para evitar la infección de covid transcurridos siete y cuatro meses, respectivamente, desde su inoculación. 

Con ómicron la situación ha empeorado: ya no es que las vacunas no tengan ninguna eficacia, sino que su eficacia es negativa, es decir, que los vacunados son más susceptibles de contagiarse que los no vacunados. 

Así lo concluye un recientísimo estudio danés[8], datos oficiales de la Sanidad británica[9] y un estudio noruego publicado en Eurosurveillance[10]. Hace pocos días, el virólogo Luc Montagnier, Premio Nobel de Medicina del 2008, confirmaba en un artículo en el Wall Street Journal que “datos de Dinamarca y Canadá indican que las personas vacunadas tienen mayor tasa de infección de ómicron que las no vacunadas[11]”.

Antes del advenimiento de la fanática idolatría de las vacunas covid, ¿cómo se habría calificado a una vacuna que pierde completamente su eficacia en cuestión de meses y luego tiene eficacia negativa? Estas “vacunas” jamás habrían logrado su aprobación por el procedimiento normal, y debemos exigir a los políticos que admitan el fracaso de su miope obcecación vacunal universal y detengan el programa de vacunación infantil, un escándalo que no beneficia a nadie y pone en riesgo la salud de los niños.

Respecto a la eficacia de estas vacunas para “evitar” la gravedad y la muerte, la creencia popular está de nuevo equivocada. El Ministerio de Sanidad español, con datos ciertamente opacos, señala que aproximadamente tres de cada cuatro muertos por covid (entre el 72% y el 80%) desde otoño eran personas perfectamente vacunadas[12], porcentajes similares a los ofrecidos por el Reino Unido[13].

¿Han leído esto en algún medio?  Estos porcentajes, elevadísimos en términos absolutos, indiciarían sin embargo una relativa protección contra la gravedad dada las altísimas tasas de vacunación. No obstante, dado el interés en ocultar las grietas del relato oficial, es posible que la realidad sea menos halagüeña. 

Recientes estudios epidemiológicos publicados en The Lancet limitan la eficacia para reducir la gravedad y muerte hasta un “indetectable[14]” 42% seis meses después de vacunarse, cifra que Israel situaba en agosto en el 55%[15].  Por otro lado, según un estudio publicado en el JAMA, los datos en bruto en Sudáfrica (no estandarizados por edad) muestran que con ómicron las tasas de hospitalización de vacunados son superiores a las de no vacunados[16].

Aunque en ausencia de ensayos aleatorios sea difícil estar seguro, por el momento puede afirmarse que las vacunas no evitan la gravedad y muerte pero reducen su probabilidad de ocurrencia, aunque esta reducción sea poco significativa tras pocos meses.

Primero nos prometieron que con dos dosis y un 70% de vacunados esto se terminaba. Ante la evidencia del fiasco vacunal, se sacó de la chistera la necesidad de una tercera dosis, que Israel inoculó en estado de pánico al observar que las dos dosis precedentes no impedían nuevas olas.

Ahora proponen una cuarta, pocos meses después.  ¿Qué vacuna conocen ustedes que requiera cuatro dosis en pocos meses? Esta huida hacia delante de políticos empeñados en no reconocer sus errores juega con el sistema inmunológico y la salud de la población (como ha tenido que advertir, tarde, la EMA).

El jefe del Departamento de Inmunología de la Universidad de Tel Aviv lo resumía en una carta abierta: “Es hora de admitir el fracaso[17]”. Las terceras dosis de unas “vacunas” que ofrecen una estrecha y rígida respuesta a un solo antígeno obsoleto no mejorarán el resultado tras el habitual espejismo de pocas semanas. La propia OMS considera las dosis de refuerzo “inapropiadas e insostenibles”[18]. 

Lo que sí aumentarán las sucesivas dosis, en cambio, es la posibilidad de casos de yatrogenia. En efecto, nos prometieron que estas vacunas serían “95%” eficaces y esto ha resultado ser un timo. También nos prometieron que eran tremendamente seguras. ¿Lo son? Lo analizaremos en el siguiente artículo.  

(*) Economista 

Visto en: Alicante Confidencial

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