Por reflexiones de un galeno

En estos tiempos se suele escuchar, con diversos matices, que el tipo de Estado surgido en los últimos años en el cono sur del continente se mantiene por la pura fuerza. Se trataría de un poder ilegitimo que se derrumbaría sólo si no recurriese permanente y sistemáticamente a la violencia.

Tal afirmación podría ser consecuencia de la “ideología democrática”, o sea de la conciencia de que debe gobernar la voluntad mayoritaria, confrontada a la constatación empírica de que gobierna una minoría sin mandato expreso. La conclusión precoz es que una minoría sólo puede gobernar mediante el uso de la coacción física (de paso, la democracia es absuelta de tal pecado). De hecho, las denominadas “fuerzas de seguridad” juegan un papel predominante en estos regímenes. Pero la efectividad de la coacción física, por sí sola, no explica satisfactoriamente el silencio de la población.

Estimamos que la afirmación usual, por plausible que aparezca, es errónea. A la tesis política subyace un error teórico: concebir el Estado autoritario como mero instrumento de poder (buscando en la tradición del “capitalismo monopolista de Estado” una oscura conspiración entre régimen militar y capital multinacional). El Estado tiene un momento de coacción física, pero no se agota en él.

Lo que distingue al Estado burgués (aun siendo un régimen militar) de otras formas de Estado es su forma de generalidad. En esta ocasión, queremos prescindir del análisis conceptual de la relación de capital y su desdoblamiento en sociedad civil y Estado.2 Nos interesa describir —por caminos bien heterodoxos— el proceso propiamente político y, más específicamente, la dinámica del poder. Abordando el poder invisible del orden cotidiano pretendemos entender la “tranquilidad” de estas sociedades a la vez que algunos problemas subyacentes a la construcción de la democracia.

Cabe reconocer desde ya, que tal enfoque contiene implícitamente un sesgo conservador, pues privilegia el punto de vista del que tiene poder. Ofrece en cambio la ventaja de destacar los elementos que contribuyen al desarrollo de una relación de poder, permitiendo vislumbrar oblicuamente las dificultades que enfrenta la resistencia de los dominados.

Al inicio de la investigación se encuentra la pregunta ingenua del porqué una minoría logra gobernar sobre y contra una mayoría. Suponemos que incluso el Estado autoritario no se afirma en la pura fuerza. Más allá de la violencia y del temor parecieran haber otros mecanismos por los cuales se acepta determinada estructura de dominación. Sospechamos que la fuerza se ejerce a través de ciertas mediaciones que hacen la trasmutación del poder en orden.

La relación de poder y orden suele ser discutida como el problema de la legitimidad. Para no anudar con el largo debate teórico sobre el tema —ya insinuamos que nuestro propósito es más bien descriptivo— recordemos solamente lo siguiente: por legitimidad entendemos el reconocimiento de un orden político. El reconocimiento se refiere al empleo del poder estatal para asegurar la integración social. Se basa en motivaciones y valores que permiten justificar el orden como bueno.

¿Qué es el buen orden? Es el tema de la doctrina de legitimación. En las primeras culturas, la dominación se legitima con base en mitos, que sacralizan la persona del jefe-rey. Posteriormente se hace necesario legitimar ya no sólo la persona imperial sino el orden político. Es la función de las grandes éticas, religiones y filosofías; se trata de cosmovisiones racionalizadas bajo la forma de un saber dogmatizado; la narración mitológica es reemplazada por la argumentación, que remite a “causas últimas”. Este recurso deviene problemático con el desarrollo del capitalismo. Surgen las doctrinas iusnaturalistas modernas que pretenden validez independientemente de las cosmologías y ontologías.

Principios materiales como la naturaleza o dios son reemplazados por el principio formal de la razón. Descubriendo el orden como un producto social, su legitimación no puede ser sino producto de sujetos racionales: el contrato social. Dado que las “razones últimas” han dejado de ser plausibles, las condiciones formales de la justificación adquieren ellas mismas fuerza legitimadora.

Las normas procesales del acuerdo racional pasan a ser el centro de la legitimidad: la legitimidad por procedimiento. La legitimidad ya no se refiere a algún contenido normativo sino a la forma del poder. Es lo que Max Weber tipificó como dominación legítima por legalidad.

En tanto que el tipo clásico de legitimidad se basaba en la tradición del saber de un mundo ordenado, la legitimidad moderna deviene reflexiva. Las mismas condiciones de la legitimación son el principio legitimador que fundamenta la validez de una legitimidad.

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