La tercera copa del Apocalipsis | Por Juan Manuel de Prada

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Nos mostraba el otro día ABC las delicias que trufarán los libros de texto del próximo curso, obedientes al designio gubernativo de convertir a niños y jóvenes en jenízaros de la ideología sistémica. Como anticipó sabiamente Aldous Huxley, las nuevas formas de tiranía no serían de apariencia torva y represora, sino tolerante, optimista y eufórica.

Y se vestirán con las galas de la ‘democracia plena’, ofreciendo a sus sometidos un supermercado de derechos de bragueta, para que puedan explorarse alegremente los orificios, fluir alegremente de género, asesinar alegremente a sus hijos.

Porque, en estas nuevas formas de tiranía, reinará una estrepitosa alegría falsa y exterior, cubriendo la más aciaga desesperación. Por eso, mientras las masas cretinizadas se regocijan con su ‘democracia plena’, se desbordan las consultas de los psiquiatras y las estadísticas del suicidio.

Para realizar plenamente estas nuevas formas de tiranía, el tirano necesita apropiarse de la educación, pues sabe que ‘el dueño de la educación es el dueño del mundo’. Primero viola un principio de derecho natural -el derecho de los padres a educar a sus hijos-, convirtiendo la familia en un campo de Agramante minado por el divorcio, las disputas entre generaciones y la abolición del principio de autoridad.

Y, una vez arrasadas las familias, el tirano puede dedicarse tranquilamente a matar las almas (a diferencia de los tiranos antañones, que se dedicaban a matar los cuerpos) de las nuevas generaciones.

Para ello necesita -además de unos medios de cretinización de masas que instilen los paradigmas culturales adecuados- monopolizar la enseñanza. Así se asegura la inmersión de las almas jóvenes en el líquido amniótico de la ideología sistémica.

En la visión apocalíptica de las siete copas se nos narran las calamidades de los últimos tiempos. La tercera copa se derrama ‘en los ríos y manantiales’, que se convierten en sangre; y los exegetas apocalípticos la interpretan como la corrupción y perversión de la cultura, que es el agua que los pueblos necesitan para vivir.

Para lograr esa perversión y corrupción de la cultura hay, en efecto, que envenenar sus manantiales, entre los que la educación ocupa lugar principalísimo.

Este envenenamiento, que asegura la muerte de las almas, es planteado en el Apocalipsis como un justo castigo divino: «A los que derramaron sangre de los santos y los profetas, tú les has dado a beber sangre. Se lo merecen» (Ap 16, 6). Castellani glosaba así este perturbador pasaje:

«Existe una relación entre este veneno que corre hoy a ríos y la sangre derramada de los profetas; pues son los profetas en última instancia los que mantienen -o mantenían- sana la cultura; pues todo gran arte y toda gran filosofía tiene una raíz religiosa. Suprimen a los profetas, se pudre la cultura. Toda nuestra ‘cultura’ está falsificada e intoxicada. Los veramente cultos están relegados; y aun hostigados, si tienen dones proféticos».

En verdad, tenemos la tiranía que nos merecemos.

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