En este tiempo de pandemia el virus está poniendo a prueba los fundamentos del edificio democrático. Un edificio que se tambalea bajo la fuerza arrolladora de un omnímodo poder, público y privado, que se lleva por delante las señales de identidad de un sistema político y de una forma de gobierno que con el paso del tiempo han sido vaciados de contenido hasta haberlos convertidos en meras formas que el poder maneja a su antojo.
Las razones de tal situación son claras y evidentes. No se han fortalecido los contrapesos, se han tolerado, y sublimado, mecanismos de control formales, la participación ciudadana se desnaturaliza, los partidos políticos, al menos en Europa, se convierten en agencias de colocación y en dominadores de todos los resortes del poder hasta licuar esa separación de poderes que antaño era una de las bases del sistema.
Por eso, ahora, en plena ofensiva de un totalitarismo sutil y con piel de cordero que nos desgobierna en tantas latitudes, es menester la urgente convocatoria a renovar los basamentos de la democracia, a recuperar los pilares sobre los que se asienta el Estado de Derecho.
Efectivamente, se trata de restaurar un maltrecho sistema político repleto de quiebras y añagazas por doquier. En los fundamentos, en la estructura y también en los mismos complementos del edificio. En el fondo, la crisis en la que estamos inmersos precisa recuperar los pilares básicos de la filosofía democrática: la efectiva participación de los ciudadanos en los asuntos de interés general y el control sobre del poder.
Otro síntoma de la crisis, no menos preocupante, es la peligrosa identificación que se ha ido produciendo en no pocos casos, entre intereses generales e intereses privados, con las funestas consecuencias que todos, más o menos impasibles, estamos contemplando. Otro elemento de este diagnóstico es la efectiva y real falta de configuración de la persona como centro del sistema por más que se declame hasta el paroxismo o se haya recogido en un sinfín de preceptos normativos y declaraciones burocráticas.
La real realidad nos muestra que la desigualdad aumenta, que las diferencias entre ricos y pobres crece y que la dignidad humana, canon supremo de las tareas judiciales, ejecutivas y parlamentarias, es más bien un objeto decorativo de gran valor que, es bien triste, no alcanza a permear al conjunto del Ordenamiento jurídico, sea público, sea privado.
En este sentido, la democracia debe reencontrarse como espacio que, en un modelo de Estado social de Derecho, promueva las condiciones necesarias para el pleno desarrollo del ser humano y para el libre y solidario ejercicio de sus derechos fundamentales.
En definitiva, la democracia del presente ha ido perdiendo sus valores primigenios abonando el terreno para la demagogia y el populismo, sea del signo que sea. Hoy lo comprobamos a diario en tantas latitudes ante la general inactividad de una sociedad enferma, incapaz y sin resortes morales.
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